martes, noviembre 17, 2009

El señor locomotora


No había sido mas que un vagón toda su vida; no conocía otro hogar que las duras y frías barras de hierro por las que caminaba todos los días, toda su vida.
Pero su historia no nos concierne a nosotros, en realidad, solamente fue gracias a él que ns conocimos.

- Porqué tus ojos no son como las demás personas ? -
Fue su primera pregunta. Mi mirada iba perdida hacia los árboles y las plantas que lograban ver desde la ventana del vagón, no había caído en la cuenta del extraño sujeto con el que compartía el compartimento del vagón
- No te pierdes en los demás, estás viendo algo más allá; qué es lo que ves ? –
En ese momento me dispuse a verlo a él. Sus manos y sus pies, anormales para ojos ajenos, no detuvieron mi atención; lo que más me sorprendió fue su rostro: era un hombre joven pero viejo, como si hubiera visto pasar ya muchos inviernos y mucha gente querida junto con ellos; sus ojos eran de un verde profundo, llamémosle verde bosque; por otro lado, su piel era de un tono naranja marrón, como si combináramos el color del tronco con las hojas anaranjadas de algún árbol de Maple, su cabello aparentaba su edad, un poco grisáceo un poco blancuzco.
- Podemos cambiar de lugar un momento ? Quisiera ver lo que tu ves -. Yo seguía en silencio,
desde su primera pregunta no le había respondido. En esta ocasión lo único que hice fue levantarme y esperar a que ocupara mi lugar para yo sentarme en el suyo.
- Ya veo, son lindos tus ojos, es bueno que alcances a ver el mundo, ábrelos siempre bien –
me extrañaba su respuesta dado que en ningún momento, hasta donde yo pude ver, me había volteado a ver (mucho menos a ver mis ojos). Optamos entonces, los dos, por mirarnos fijamente a los ojos y compartir el silencio.
- Aquí me bajo – le comenté, al ver mi próxima parada
- A qué te bajas ? – me dijo. Unos segundos se detuvo mi mente a pensar y no sabía que
responder; en realidad no tenía ruta, había salido para ir a un lugar conocido a pasar el rato y no conocía otra parada
- Ya veo – me dijo – quieres ver otras hojas -.
En realidad así era, se acercaba el invierno y el follaje de otoño cubría todavía a los árboles de un naranja que me gustaba mucho.

Decidimos bajarnos juntos, él caminaba en silencio a mi lado.
- Me gustaría ser la primavera, y que causara el correr de los niños por la fuente para que se refrescaran –
- Podemos ser dos niños – le sonreí.

Los relatos no deben empezar aburridos, si así lo hacemos, el lector deja de tenerle importancia a la historia y la deja a medias; por ello me gustaría anunciar que el principio de mi historia comienza aquí:

CAPÍTULO 1

Corrimos por las fuentes como sin importarnos el frío, los adultos nos miraban, extrañados, catalogándonos de locos, y los niños se quedaban, envidiados, admirando nuestra diversión. Tres segundos de mirada fija bastaron para convencer a una niñita de soltar la mano de su madre y, corriendo, unírsenos a nuestra expedición secreta.
- Tenemos que encontrar el tesoro de barba negra – dije yo, como queriendo inventar un cuento
- Abre bien los ojos, las pistas se encuentran en todos lados –
Corríamos en zigzag esquivando los chorros de agua que salían del suelo.
- Ya lo veo, ya lo veo ! –. El sol había salido y los primas dejaban pasar los colores del
arcoiris.
Los accidentes pasan, y no hay nada que podamos hacer para evitarlos, eso son: accidentes.
Corríamos detrás de ella cuando uno de sus pies chocó con el otro, al caer caímos con ella y rodamos por el inclinado piso empapado; nuestras risas resonaban en toda l explanada abierta.
- Les doy una parte del tesoro – dijo ella.
Y al estirar sus pequeñas manos, las abrió lentamente para dejarnos ver siete extraños y comunes objetos: una pequeña muñeca con vestido rojo, una canica azul profundo, un clip verde, un arete con adornos violetas, …, …, … y …; no negaré que quedamos profundamente cautivados.
- Tómalas tú - me dijo – yo no puedo tenerlas -.
Seguíamos tirados empapados en el suelo y ella dejo caer sobre mis manos sus siete artículos.
- Debo irme a trabajar -.

Decidí tomar el mismo tren al día siguiente, a la misma hora, y sentarme en el mismo lugar a ver si lo encontraba por casualidad.
- Te toca acompañarme a mi – sonrió.
Caminamos por una gran avenida y se detuvo en una florería.
- Necesito que hagas algo por mi –
Tomé el dinero y compré 21 rosas rojas.
Nos sentamos en la banca por donde pasaban la mayor cantidad de personas en el parque, y me puse a hacer el favor que me pidió.
Cuando la gente aceptaba la flor que le regalaba me volteaba a mirarlo y verlo sonreír.
Se terminaron las flores y, por lo tanto, nuestro trabajo.
- Hasta mañana - le sonreí
- Hasta mañana – y me miró a los ojos, dio media vuelta y se fue.

Me tocaba elegir el siguiente destino y no pude dormir por pensar en algo, el amanecer alumbró mi idea.
- Sígueme – le dije – pero antes, ponte esto – y ante sus manos dejé caer un paliacate rosa
mexicano con adornos negros.
Lo llevé al parque infantil cerca de mi casa, donde la alegría reinaba y las risas resonaban todo el día, en los columpios, el arenero, el camino de llantas, el pasamanos de colores, la resbaladilla de cemento.
- Ya puedes quitártelo – y lo ayudé, sonriente, esperando que le gustara mi sorpresa.
Ante mi asombro palideció, su boca adoptó una mueca triste y cabizbaja, sus ojos llenos de un enojo y una tristeza que mi mente aún sigue sin comprender.
- No debiste traerme aquí, no podré volver a verte –
Me volvió a sorprender que solamente salió corriendo de ahí.
Intenté encontrarlo de nuevo por azar, tomando todos los días el mismo tren al mismo lugar, sentarme en el mismo asiento; intenté incluso cambiarme, recorrí todos los asientos de ida y de vuelta, pero jamás lo volví a ver.

Un otoño una hoja cayó en mi puerta, había una carta sobre el tapete, no tenía nombre ni dirección, a la vuelta faltaba también el remitente. La tomé entre mis manos, como si fuera mi regalo más preciado y al entrar a la casa la abrí. Y comprendí.

Con las manos tenía el poder del otoño. Quería dar felicidad, pero no podía, ese no era su trabajo. Caminaba solitario por las calles, buscando hacer sonreír a alguien, esperando que así pudiera él ser feliz. Desgraciadamente, no a todos nos toca ser lo que queremos ser; nosotros tenemos ventaja: podemos dejar de ser lo que no queremos ser, el no tenía opción, así había nacido, ése era su don.