lunes, septiembre 14, 2009

de azar y otros juegos


Le encantaba que llovieran hojas, que los pájaros saltaran de dos en dos, cuando os coches pasaban por os charcos a gran velocidad y mojaban a la gente, las nubes grisesde lluvia cuando no llovía y el reflejo de los rayos del sol en las blancas. Tocaba (como instrumento musical) las suelas de sus zapatos, de hule, de cuero, unicel; se columpiaba en los sueños ajenos y bailaba en los lomos de los piojos de su cabeza.
El arcoiris le parecía de lo más aburrido y monótono, prefería las banderas y los ojos grandes. Comía tas de ensalada y le gustaba tomar agua con azúcar (para colibrí).

Marine (pronúnciese Marin) se dibujaba en las olas de lmar que tenían los libros y los niños en sus cuentos infantiles, coleccinaba juguetes olvdados y juegos de azar (de azahar). Comía naranjas peladas por gajos y despertaba cada hora para dibujar el recorrido de la luna.
Su puerta sonaba a madera, caoba, recién cortada y paseada largo rato en el desierto.

Ese día su reflejo apareció despeinado y no pintaba ser un buen día. Sus dibujos desordenadamente ordenados en su mesa seguían en su lugar, el jugo de naranja amaneció un poco más ácido que de costumbre y el pan tostado quedó un poco blando (ya era hora de ocmprar otro tostador); pero nada pintaba que su día sería tan malo.

Parada en la estación, un segundo se detuvo el reloj, el cachivachero soltó a su perro para comer, y éste fue directamente a sus piernas (los glúteos de una desconocida son el mejor manjar de un hambriento can); ahí comenzó la sombrilla abierta bajo el techo cerrado. Por el incidente canino perdió el tren a Inglaterra (que desastre) y tuvieron que llegar los paramédicos: para notar la gravedad de la herida, los guardias de seguridad: para buscar al dueño de la besta, los policías: para arrestar al susodicho, los de la perrera: para llevarse al animal que respondía únicamente a sus instintos (todo en este orden).
La muchacha esperaba acostada boca abajo la llegada del desinfertante; a su alrededor, la enfermería de la estación no se veía tan mal, pequeña pero ordenada y limpia. Los ojos azules la hicieron llegar a un lúcido sueño, sus mejillas sonrojadas por el exclusivo lugar donde el muchacho pasaba la loción desinfectante, notoriamente, ella era penosa, y el muchacho no. Una hora y siete minutos después (si contamos todo el accidente, el traslado, la espera y la presencia penosa), su día apenas empezaba.